¡Hombre… dichosos los ojos –o los oídos, según el caso-!
Solías decirme cada vez que nos veíamos o hablábamos por teléfono.
Yo te contestaba: ¡Manolín… dichosos son!
La última vez que intercambiamos esas interjecciones —a modo de saludo— fue la más emotiva y la más cruel, porque ambos sabíamos, o al menos yo estaba seguro, que probablemente sería la última.
Fue un domingo por la mañana, el 6 de julio, hacia las diez, en el quinto piso del hospital de Montreuil, adonde acudí nada más saber que estabas hospitalizado. Abriste apenas un ojo y viste que estaba allí con Aurori, Aurora y Michel. Entonces lo oí: "¡Hombre…!". Apenas lográbamos descifrar tus palabras, pronunciadas con extrema dificultad, pero no perdiste ni un minuto en hablarme de aquel asunto pendiente de la FACEEF, en preguntarme por Emilin y sus esculturas, o por Marina.
Después —lo recuerdo perfectamente— me dijiste que tenías ganas de marcharte allá arriba... Justo dos días después, emprendiste ese camino.
Michel me llamó el martes a las 10:44, apenas diez minutos después de que tu cuerpo carnal nos dejara. Me invadieron sentimientos contradictorios: la profunda tristeza, la compasión por tu mujer y tus hijos y, a la vez, una dicha serena al saber que tu cuerpo había cesado de sufrir. Dicha también porque sabía —y sé— que tu alma, tu espíritu, la memoria y los sentimientos que nos unen jamás se disiparán. Estarán siempre presentes, grabados a fuego en mí.
Nos has dejado huérfanos, Manolo. En primer lugar a tus hijos y a tu mujer, pero también a mí, a Emilín y a todos aquellos que tu bondad, tu honestidad, tu solidaridad y tu inquebrantable buen humor supieron seducir e irradiar a lo largo de tu vida.
Has sido alguien muy importante para muchísimas personas: para tu familia y para esa familia ampliada que te granjeaste con tu carácter jovial, comunicativo y sincero.
Nuestra amistad comenzó a finales de 1979, cuando empecé a trabajar en la FAEEF, cuyo Consejo de Administración ya integrabas tú como tesorero, junto a Emilín como secretaria. Cuarenta y seis años han pasado desde entonces, años en los que nuestro afecto no hizo más que crecer y crecer, siempre in crescendo.
Cuarenta y seis años de intensa actividad y militancia compartida: en la FAEEF, la FACEEF, la CEAEE, el CAIF, el Museo de la Emigración, Nueva Ola, la CERP... Siempre en defensa de los derechos de los trabajadores: de los emigrantes españoles, por supuesto, pero también de los de otras nacionalidades en Francia y Europa.
¡Cuántas batallas, cuántas luchas llevamos juntos con camaradas inolvidables! Aparicio, Salazar, López, Gorgonio, Jiménez, Paquita Merchán, Tiscar, Fernando Ruiz, Aliaga, Navarro, Isabel, Alicia, Carmelo, Paquita, Berta, Petri... y tantos otros voluntarios y voluntarias al servicio de los demás. Gracias a ti y a ellos, conquistamos hitos históricos: la recuperación de la nacionalidad para los emigrantes y sus hijos, el derecho al voto, las pensiones Sovi, el cálculo correcto de las bases reguladoras, las clases de lengua y cultura, los viajes del Imserso, los centros sociales para mayores... y un larguísimo etcétera.
Sí, Manolo, todo eso —y mucho más— se debe a la acción de cientos de dirigentes asociativos como tú, fieles expresiones de la solidaridad, la generosidad, la hermandad y la justicia. Nunca os vi escatimar esfuerzos: siempre al pie del cañón, sacrificando sábados, domingos y noches entre semana, con un único objetivo: construir una sociedad más justa para todos. Gracias, gracias y mil gracias por ello.
Manolo, para mí no has sido solo un amigo; has sido mucho más. Formas parte de mi núcleo vital, de mi círculo más íntimo y querido. Has sido fundamental en mi vida, siempre presente, especialmente en los momentos más difíciles. Siempre me ofreciste tu apoyo, y siempre me apoyé en ti. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.
Quiero que lo sepas. Quiero que sepas que te quiero mucho. Y que quiero mucho a Aurori y a tus dos hijos —de quienes, con razón, estabas tan orgulloso—. Te doy fe: son dos personas formidables a las que también aprecio profundamente.
Gracias por todo, Manolo. ¡Hasta siempre!